Un rural sustentable necesita tanto proteger su base alimentaria como posicionarse en el mundo. Lo esencial es que el valor generado vuelva al territorio, que las decisiones estratégicas se tomen desde el respeto por la tierra y que la producción no se subordine exclusivamente a la lógica del beneficio económico.
La soberanía alimentaria defiende el derecho de los pueblos a decidir cómo producir, distribuir y consumir sus alimentos, priorizando los circuitos cortos, la salud del territorio, el acceso justo a la tierra y la revalorización de saberes tradicionales. En Galicia, esta perspectiva conecta con experiencias vivas de autoconsumo, economías familiares, agricultura ecológica y venta directa que fortalecen el tejido social y la resiliencia de las comunidades rurales.
En paralelo, la integración en los mercados globales ofrece oportunidades evidentes: acceso a nuevos consumidores, reconocimiento internacional de productos de calidad (como los sellos de origen o producción ecológica), apertura a la innovación tecnológica y posibilidades de crecimiento económico para muchas pequeñas empresas agroalimentarias.
¿Son modelos incompatibles? Todo lo contrario. El gran reto —y la gran oportunidad— está en articular ambas perspectivas: construir una soberanía alimentaria que no se limite a lo local, sino que proyecte lo mejor del territorio hacia fuera, sin perder su arraigo ni comprometer su sostenibilidad. Y al mismo tiempo, entender que participar en el mercado global no puede hacerse a costa del territorio, sus recursos o su gente.
Un rural sustentable necesita tanto proteger su base alimentaria como posicionarse en el mundo. Lo esencial es que el valor generado vuelva al territorio, que las decisiones estratégicas se tomen desde el respeto por la tierra y que la producción no se subordine exclusivamente a la lógica del beneficio económico.
Porque lo local no es lo contrario de lo global: es su punto de partida.