La sostenibilidad no es estática ni conservadora. Implica dinamismo, pero también límites. Por eso, la clave no está en frenar el desarrollo, sino en redefinirlo desde el territorio, desde la vida digna, desde la justicia ecológica y social.
Hablar de crecimiento en el rural genera tensiones. Por un lado, se reclama más actividad económica, empleo, ingresos y servicios. Por otro, se alzan voces que advierten de los límites ecológicos y sociales del modelo de crecimiento tradicional, que muchas veces implica la sobreexplotación de recursos naturales, la precarización del trabajo o la homogeneización cultural.
En el contexto rural, esta tensión es aún más visible. ¿Cómo crecer sin dañar los ecosistemas que nos sostienen? ¿Cómo generar riqueza sin perder el arraigo, la biodiversidad y la cultura del territorio? ¿Es posible hablar de crecimiento sin asumir también la necesidad de medir de forma distinta el progreso?
El enfoque del postcrecimiento no significa renunciar a mejorar, sino cambiar las preguntas que guían nuestras decisiones: ¿Qué tipo de vida queremos? ¿Qué modelo de prosperidad es deseable y sostenible? ¿A quién beneficia el crecimiento y a costa de qué?
Desde esta perspectiva, crecer puede seguir siendo una aspiración legítima, siempre que se entienda como un crecimiento cualitativo, vinculado a la regeneración de los suelos, la reactivación del tejido social, la mejora de la salud comunitaria o la recuperación del conocimiento local.
La sostenibilidad no es estática ni conservadora. Implica dinamismo, pero también límites. Por eso, la clave no está en frenar el desarrollo, sino en redefinirlo desde el territorio, desde la vida digna, desde la justicia ecológica y social.
Necesitamos un rural que sostenga la vida, no que se someta a una carrera sin fin por crecer. Y eso requiere políticas valientes, proyectos coherentes y una visión de futuro que abrace los límites como oportunidad.